Traducción del ensayo de en
Israel no te Debe una Explicación
Porque la verdad no necesita permiso
Introducción: La premisa falsa
Hace unos días, el ex primer ministro israelí Naftali Bennett apareció en la BBC. La entrevistadora lanzó una acusación ya habitual disfrazada de pregunta:
«El presidente Trump dijo que hay hambruna en Gaza. ¿Está equivocado?».
Bennett respondió rápidamente. «No hay hambruna en Gaza», dijo, enumerando el número de camiones de ayuda autorizados a entrar e insistiendo en que Israel está haciendo todo lo que puede.
Pero la pregunta en sí ya era el problema.
La entrevistadora estableció los términos desde el principio, acusando a Israel y esperando que su representante demostrara su inocencia. No se refirió al 7 de octubre—ni mencionó a los rehenes. Ningún contexto. Era sólo un israelí defendiéndose de un libelo moral de sangre, esperando parecer lo suficientemente humanitario como para evitar la condena.
Esta es la lógica perversa que define el debate actual. Tratar a una democracia occidental, obligada a entrar en guerra por un enemigo genocida, como si fuera moralmente indistinguible del pueblo que masacró a sus civiles. Exigir que los israelíes respondan por el sufrimiento causado por una guerra que no iniciaron, mientras que las personas que la iniciaron están exentas de todo escrutinio.
Y los funcionarios israelíes siguen el juego. Responden a las preguntas. Intentan parecer compasivos. Se afanan en recitar cifras, alegando logística, como si la moralidad fuera una fórmula burocrática. Cuando nos defendemos debemos empezar siempre por el arrepentimiento.
Esto no es diplomacia. Es humillación ritual.
Este ensayo trata de por qué debemos dejar de jugar a este juego. Por qué es importante rechazar la falsa equivalencia. Debemos dejar de conceder los términos de una conversación que, para empezar, nunca fue honesta.
Si Israel tiene razón, debe hablar como si la tuviera. Y si la guerra es justa, debe librarse y hablarse de ella con la plena confianza de la certeza moral, no con estrategias de relaciones públicas diseñadas para ganarse la aprobación de personas que ya han elegido bando.
I. La inversión moral
El error comienza en el momento en que aceptamos el formato. En el momento en que nos sentamos para una «entrevista» en la que se pide a una de las partes que justifique su derecho a la autodefensa, mientras que a la otra parte nunca se le exige que justifique su guerra de exterminio. Esto no es un debate. Es un juicio teatralizado—con el veredicto ya escrito.
Cuando una nación ha sido atacada, sus civiles masacrados, sus niños arrastrados a túneles—¿qué persona moral comienza con esto?: «¿Condena usted el sufrimiento del otro bando?» ¿Preguntaríamos a una mujer que se defendió de su violador si se siente culpable por haberle hecho daño? ¿Preguntaríamos a un país que ha sobrevivido a un atentado terrorista si se arrepiente de haber asustado a la gente que lo apoyaba?
Toda la estructura está corrupta. Y cada vez que respondemos seriamente a esas preguntas, reforzamos su legitimidad.
Israel no está siendo juzgada. Israel fue atacada. Y cualquier conversación moral empieza ahí.
Sin embargo, seguimos respondiendo como si nuestro trabajo fuera ganar simpatía en lugar de ganar la guerra. Producimos infografías. Enviamos portavoces a ser interrogados por periodistas que creen que la moralidad es un concurso de quién grita más fuerte. Y al hacerlo, aceptamos un marco en el que nuestra causa es igual o peor que la suya.
Esto no es sólo una tontería. Es contraproducente. Porque bajo los juegos de emociones se esconde algo más profundo y oscuro. No se trata sólo de personas con opiniones diferentes. Muchos de ellos, incluidos los periodistas—y sin duda muchos de sus oyentes—ya han tomado una decisión. Pero lo que les ha hecho decidir no son pruebas. No es la razón. Es propaganda. Falsedad. Manipulación emocional. No son buscadores de la verdad. Si lo fueran, no harían preguntas enmarcadas para equiparar una democracia liberal occidental con un culto a la muerte. No tratarían el «genocidio» y la autodefensa como dos caras de la misma moneda.
Y aquí está la verdadera tragedia: muchos de los israelíes que aparecen en estas entrevistas sólo sirven para afirmar la visión del mundo de los periodistas. No cuestionan la premisa—la aceptan. Hablan desde la debilidad; intentan parecer humanitarios; conceden todos los enfoques falsos. Y bajo ese enfoque falso, sí, Israel es culpable. Porque si aceptas la premisa falsa, entonces la conclusión es «cierta». Estas entrevistas no pretenden buscar la claridad. Son rituales de confirmación, escenificados para producir confusión moral, y el portavoz israelí aparece como un accesorio útil.
Esto no es un choque de narrativas. Es un colapso de la razón.
(Ver: «El Colapso Epistemológico de Occidente»—sección III de El Colapso Moral de la Hasbará)
No se puede razonar con lo irrazonable. No se puede persuadir a quienes no tienen interés en la verdad.
Y no se puede ganar una discusión moral con gráficos y estadísticas. Estos individuos no discuten sobre números; discuten sobre principios morales. Cuando dicen: «Israel está matando de hambre a Gaza», no quieren decir que haya que mejorar la logística de la ayuda. Quieren decir que el propio acto de autodefensa de Israel es perverso. Que la guerra en sí misma es inmoral. Que hacer sufrir al enemigo por sus crímenes está mal. ¿Por qué? Porque su criterio no es la justicia—sino el sacrificio.
Es la moral del culto a la víctima, en la que los débiles son justos, los que sufren son santos, y cuanto más indefenso parece un pueblo, más moral se vuelve su causa. En ese marco, cada acción israelí se convierte en un crimen—porque Israel es fuerte, y la fuerza es su pecado original.
La respuesta correcta no es buscar tablas de calorías. Es rechazar la premisa. Decir: Sí, la guerra causa sufrimiento—y eso es una tragedia. Pero esa tragedia comenzó el 7 de octubre. Y si hay hambruna en Gaza es porque los gazatíes decidieron iniciar una guerra que no podían ganar. Eso no es culpa de Israel. Es lo que ocurre cuando inicias una guerra contra un país más fuerte que tú. Esa es la consecuencia moral del mal.
Esta es la inversión moral en el corazón del debate actual. Castiga a los buenos por ser fuertes y recompensa a los malos por ser débiles. Convierte el sufrimiento en una reivindicación moral y el poder en un pecado. Y trata la propia capacidad de Israel para defenderse como el mayor crimen de todos.
No se puede ganar una discusión moral con personas que creen que la moralidad significa indefensión. Debes rechazar por completo sus premisas y afirmar las tuyas.
II. La trampa del «equilibrio»
Una de las herramientas más eficaces de la inversión moral actual es ese discursito del «equilibrio».
Así es como se amaña la conversación:
Por un lado está Israel, una democracia occidental liberal, capitalista y fundamentalmente libre. En el otro lado, hay un régimen teocrático, socialista y terrorista que inició la guerra quemando niños vivos y arrastrando rehenes a túneles.
Y sin embargo, el periodista se dirige al israelí y le dice:
«¿Condena usted lo que está haciendo su ejército?»
(citando algún ejemplo esotérico de una supuesta fechoría, como el asesinato accidental de los cooperantes de World Central Kitchen).
«¿Y qué me dice de los colonos?»
(invocando casos marginales de violencia de los colonos, como si representaran la política del Estado, reviviendo el moderno libelo de sangre de que los judíos abusan intrínsecamente del poder).
«¿Con toda seguridad debes admitir que hay atrocidades en ambos bandos?».
Es un truco. Y demasiados caen en él.
No se trata de negar la complejidad. Se trata de negarse a borrar la diferencia fundamental entre civilización y barbarie—entre una nación que intenta defender a su pueblo y una ideología empeñada en erradicarlo.
Cuando se acepta la premisa de que ambas partes son culpables, ya se ha perdido el argumento moral. Aunque respondas con matices, datos, dolor y cuidado, la estructura de la conversación ya te ha convertido en acusado y a tu enemigo en acusador.
Y ese es el objetivo.
En el momento en que empiezas a dar explicaciones, ya no estás defendiendo. Estás justificando. Estás cediendo claridad moral por la ilusión de ser «razonable».
No hay equivalencia. No hay simetría.
Los palestinos iniciaron la guerra, y todo lo que ocurrió como resultado es culpa suya. Y punto. Eso es todo.
Y sin embargo, incluso entre aquellos que supuestamente admiten que las atrocidades palestinas del 7 de octubre fueron malvadas, el juego continúa. Se desvían.
Desvían los reflectores alejándolos de los carniceros y dirigiéndolos hacia los desacuerdos políticos internos en Israel, porque eso también sirve a sus propósitos:
«¿Pero qué me dices de los asentamientos “ilegales”?»
«¿Qué pasa con Ben Gvir?»
«¿Qué hay de la reforma judicial de Netanyahu?».
Seamos claros: los desacuerdos internos, por acalorados que sean, no son lo mismo que el genocidio. Son la marca de una sociedad libre. Son precisamente lo que cabe esperar en una democracia regida por el Estado de Derecho.
En Israel, la gente protesta contra la guerra, la gente protesta a favor de la guerra, y los que cometen crímenes—ya sean «colonos» o cualquier otra persona—son procesados. El sistema judicial israelí es uno de los más liberales del mundo. Probablemente demasiado liberal. Pero existe y funciona.
En Gaza no hay nada de eso. No hay protestas. No hay disidencia. No hay prensa. Ni recursos legales. Sólo hay odio—unificado, patrocinado por el Estado y dirigido hacia los judíos.
Plantear estas disputas internas marginales—casos aislados de mala conducta—como si cancelaran el horror del 7 de octubre no es una petición de justicia. Es un intento de hacer quedar mal al Estado judío, de difuminar la distinción moral y de erosionar los cimientos sobre los que se asienta Israel.
Es deshonesto. Es malicioso. Y no tiene nada que ver con la justicia.
La idea misma de que Israel debe condenarse a sí misma para ser considerada moral es perversa.
La exigencia de «equilibrar» la conversación no es un llamamiento a la imparcialidad—es una exigencia de que Israel renuncie al mismísimo terreno moral que la hace justa.
No debemos seguirles el juego.
III. La rendición cortés
Yo llamo a esto la rendición cortés. Todos sabemos cómo luce: el portavoz israelí vestido de traje, disculpándose con aplomo. «Lamentamos la pérdida de vidas civiles», dice. «Israel está haciendo todo lo que puede». Inclina la cabeza. Parece apenado. Razonable. Civilizado.
Cree que si es lo bastante amable, lo bastante elocuente—lo bastante británico—podría librarse.
Me recuerda a un chiste sobre el Holocausto:
Un grupo de judíos forman fila ante un pelotón de fusilamiento nazi. Uno de ellos se da cuenta de que el guardia lleva los cordones desatados.
Le susurra a su amigo: «¿Se lo digo?».
Su amigo responde: «No querrás causar problemas».
Esto no es consideración. Es apaciguamiento con acento británico.
Algunas de las voces más dañinas en esta guerra no son nuestros enemigos.
Son los judíos pulidos, elocuentes y bienintencionados que creen que ganar simpatías es más importante que decir la verdad.
Son los intelectuales, portavoces y comentaristas que una vez ocuparon altos cargos, pero que ahora dedican su tiempo a criticar a Israel por ser demasiado asertiva.
Por ejemplo, Eylon Levy. Sí, ya lo he mencionado antes—y buena razón tengo. Porque su trayectoria no es única, es emblemática. Empezó como un defensor de Israel con principios y al final terminó más preocupado por la óptica que por la justicia. Cuando incluso nuestros mejores portavoces capitulan ante la lógica de las relaciones públicas, demuestra cuán profundo llega la podredumbre.
Al principio de la guerra, era un defensor de Israel basado en principios: claro, firme, eficaz.
Pero con el tiempo, su misión cambió. Dejó de defender a Israel y empezó a gestionar la imagen del país. Cuando los ministros israelíes expresaron la indignación moral que exigía el 7 de octubre, no los apoyó—los condenó.
¿Por qué? Porque eran «malas relaciones públicas».
Así es como ocurre siempre. El intelectual que empieza luchando por su país acaba vigilando su conciencia. Interioriza la mirada del público extranjero.
Poco a poco, su criterio pasa de la justicia a la diplomacia.
Esto no es reflexión. Es apaciguamiento. Es debilidad. Y es trágico.
Cuando los defensores de Israel empiezan a considerar la verdad como un lastre, se convierten involuntariamente en instrumentos de la narrativa del enemigo.
No necesitamos mejores modales.
Necesitamos mejor valentía.
IV. Seguimos en el Shtetl
Una de las objeciones más comunes a los llamamientos a la claridad moral es la supuesta necesidad de moderación: «Sí, pero Israel no puede fabricar sus propios F-35». O: «Dependemos de las armas estadounidenses. No podemos disgustar a Washington». Como si el precio de la soberanía fuera la sumisión.
A lo que yo digo: deberíamos hacer las maletas y volver al shtetl.
Si vamos a vivir como un Estado vasallo—caminando de puntillas en torno a las opiniones de potencias extranjeras que nos presionan para que mostremos clemencia a nuestros enemigos—entonces, exactamente ¿para qué luchamos?
No es la primera vez que los judíos luchan sin la aprobación del mundo. En 1948, Israel luchó por su vida con apenas una docena de tanques, un puñado de camiones blindados soldados en los garajes clandestinos de Tel Aviv y aviones checos averiados que se mantenían armados con piezas de desguace y oraciones. Los pilotos apenas tenían entrenamiento. Algunos de los fusiles eran restos de ambos bandos de la Segunda Guerra Mundial. Y ganamos.
No ganamos porque tuviéramos la OTAN. No ganamos porque el mundo nos amaba. Ganamos porque no teníamos elección—y porque estábamos dispuestos a hacer lo que fuera necesario.
Ese espíritu no ha desaparecido. Pero ha sido sofocado por un miedo nuevo y antiguo. La mentalidad del shtetl ha vuelto, no a un pueblo polaco, sino a los salones de nuestro propio gobierno. Seguimos actuando como exiliados asustados, mirando constantemente al alcalde, al gobernador y al imperio en busca de una señal de aprobación.
Pero esto no es un shtetl. Esto es un Estado judío soberano. Una superpotencia regional. Una potencia nuclear. Y aún así actuamos como suplicantes.
Se nos dice que cuidemos nuestro tono. Que neguemos nuestro dolor. Que limitemos nuestra fuerza, por miedo a lo que digan los gentiles.
Pero la verdad es que si Israel librara esta guerra como debería haberlo hecho—con decisión, sin disculpas, hasta la victoria—no necesitaría el permiso de Washington. No necesitaría dar explicaciones en La Haya. No suplicaría comprensión en una comisión de la ONU o en una universidad de la Ivy League.
Sería temida. Sería respetada. Sería libre.
V. Cuando se acusa a los buenos
Cuando alguien es acusado falsamente de un delito—cuando la acusación es tan escandalosa que desafía la realidad—¿qué hace? ¿Se arrastra? ¿Recopila hojas de cálculo para demostrar que es una persona decente? ¿Precede cada frase con una disculpa?
No. Los inocentes se mantienen erguidos. Hablan con claridad y calma. No buscan la aprobación de los demás. Saben que la acusación es absurda y la tratan como tal.
Así es como se comporta una nación que confía en su justicia. No necesita medir su moralidad en camiones de comida. No necesita recitar recuentos de calorías. No necesita empezar cada frase con «Por supuesto que lamentamos el sufrimiento de los civiles», como si eso estuviera en duda.
Cuando hacemos esto, cuando nuestros representantes se esfuerzan por decir lo correcto en el tono adecuado al entrevistador adecuado, no parecemos morales. Parecemos culpables. Porque sólo los culpables se esfuerzan tanto por caer bien.
Esta postura no es una estrategia diplomática. Es un residuo psicológico. Es el instinto del exiliado, del judío cuya seguridad depende de parecer inofensivo. Pero ya no somos exiliados. No somos huéspedes en tierra ajena. Somos soberanos. Y los pueblos soberanos no se disculpan por existir.
Por eso, la primera obligación moral de una nación libre en una guerra justa es decirlo. Esta obligación debe expresarse sin disculpas, sin vacilaciones y sin ningún tipo de compromiso.
La claridad moral no es un lujo. No es una floritura retórica. Es un instrumento necesario. Y en la actual guerra de narrativas, es tan esencial como los tanques y los aviones.
Los enemigos de Israel no dudan de sí mismos. No emiten desmentidos. No suavizan su lenguaje ni diluyen sus objetivos. Quieren que Israel desaparezca—y lo dicen clara, pública y orgullosamente.
¿Y nosotros? Debatimos el tono. Nos agonizamos con las frases. Enviamos a ex primeros ministros a las redacciones extranjeras para negar que haya hambruna, para prometer que estamos «haciendo todo lo que podemos». Caemos en emboscadas sonriendo, pensando que estamos participando en un discurso racional, cuando en realidad estamos siendo juzgados en un tribunal que ya ha dictado sentencia.
Esto debe acabar.
No le debemos al mundo un saldo. No le debemos nada al mundo. Estas son las mismas naciones que nos dieron la espalda, o peor. Su suelo está lleno de nuestros muertos. No les debemos nada. Lo que debemos nos lo debemos a nosotros mismos: la verdad, la dignidad de la certeza moral. Porque si no podemos decir con seguridad que tenemos razón, entonces no deberíamos estar combatiendo.
Si a alguien se lo debemos no es a quienes nos critican—sino a nuestros muertos. A los soldados que fueron a la guerra y nunca volvieron. A los civiles masacrados en sus camas. A los rehenes que siguen atrapados debajo de Gaza, rezando no sólo por ser rescatados, sino por un país que recuerde por qué debe luchar. A ellos les debemos hablar con convicción, luchar sin disculparnos y declarar sin vacilar que nuestra causa es justa.
VI. Puede haber diálogo, pero sólo con los pocos que son racionales
Esto no es un llamamiento a retirarse al silencio o al aislamiento.
No es un rechazo al diálogo por principio. Hay personas en el mundo que todavía son capaces de razonar y pueden dialogar de buena fe. Y cuando esas personas hablan —cuando hacen preguntas reales, cuando buscan la verdad y no el espectáculo—Israel debe responder.
Pero el número de esas personas está disminuyendo.
Vivimos en una cultura presa del colapso epistemológico. La idea misma de verdad objetiva está siendo atacada. La moralidad se mide por la óptica. Las narrativas han sustituido a los hechos. En este entorno, cuanto más trata Israel de explicarse ante personas irracionales, más se degrada.
No le debes una conversación a alguien que niega tu derecho a existir.
No debes un debate a quienes ya han elegido un bando.
Entablar un diálogo con esas personas no es diálogo, es una representación. Estás entrando en un juicio en el que ya se ha dictado sentencia, las cámaras están rodando y lo único que queda es ver cuán miserablemente suplicarás por tu inocencia.
Aparece en la BBC sólo si estás dispuesto a no conceder nada. No cedas ni un milímetro. Si no puedes hacerlo, no aparezcas.
Así que respeta a los que entregan su vida. Cuando entres en el estudio, mantén la compostura, como harían ellos en el campo de batalla. Y si no puedes hacerlo, no te molestes. Sólo les estás haciendo un flaco favor.
Habla, si es necesario. Pero habla como lo hacen los soldados: sin disculpas, sin concesiones, con un único objetivo — la victoria.
En última instancia, mantener la claridad moral no es una mera cuestión de postura. Es lo que exige la justicia.
VII. Lo que hay que hacer
El problema no es sólo cómo hablamos. Es cómo luchamos, y lo poco que exigimos a quienes nos dirigen.
En lugar de protestar por la «mala retórica», protesta por la mala estrategia que está desangrando a nuestros soldados en beneficio de los civiles enemigos.
En lugar de organizar paneles sobre las relaciones públicas israelíes, organiza concentraciones exigiendo lo único que realmente importa: la victoria.
En lugar de invertir millones en vídeos atractivos para audiencias extranjeras, gasta ese dinero en chalecos blindados, mejor entrenamiento y apoyo real en combate para nuestros combatientes.
Olvídate de una mejor imagen de marca. Exige un liderazgo mejor.
Deja de apaciguar a los gentiles. Exige la victoria.
Si de verdad te importa la imagen de Israel, exige que deje de jugar a ambos bandos de una guerra.
Exige que actúe como un país que quiere ganar.
Basta de fingir dolor. Basta de sangrías educadas. Basta de esperar el permiso de la ONU.
Victoria ya. Por los rehenes. Por los soldados. Por los muertos. Por los vivos.
No para las cámaras, sino para nosotros mismos.
Conclusión: Israel debe levantarse
Israel debe levantarse, no sólo para sobrevivir, no sólo para ser otro gran shtetl, no sólo para ser otro Estado satélite patrocinado por Estados Unidos—sino para erigirse como un faro. Un faro de claridad en un mundo moralmente ciego.
Israel debe convertirse en un faro de bravura en un mundo en el que la cobardía se ha convertido en la norma. Un faro de la civilización occidental, defendiéndola no en teoría, sino en la práctica—en el campo de batalla.
Que el mundo diga lo que quiera. No les debemos disculpas. No les debemos explicaciones.
No les debemos nada. Son las mismas naciones que nos dieron la espalda, o algo peor. Su suelo está sembrado de nuestros muertos. Lo que debemos nos lo debemos a nosotros mismos: a nuestros soldados, a nuestro pueblo y a nuestros hijos futuros.
Nos debemos la verdad. Nos debemos la dignidad de la certeza moral. Porque si no podemos decir con seguridad que tenemos razón, entonces no deberíamos estar combatiendo. Pero tenemos razón—y debemos luchar en consecuencia.
Europa—un continente cuyo invento más reciente del que se siente orgulloso es el tapón de plástico para botellas que no se cae. Un lugar obsesionado con los paneles solares a pesar de recibir tres meses de luz solar al año. Un lugar donde los padres temen dejar salir de noche a sus hijas por miedo a que las violen.
Las calles del Reino Unido, antes Londres, ahora Londrestán, están irreconocibles.
Al otro lado del Atlántico, las universidades estadounidenses están inundadas de yihadistas y simpatizantes de la yihad, que corean consignas genocidas en nombre de la «justicia».
Sin embargo, ¿son éstas las voces que se atreven a predicarnos sobre moralidad? ¿sobre civilización?
Somos los últimos en pie que tenemos valentía.
Somos los únicos que estamos combatiendo el mal, no debatiéndolo.
Aún distinguimos el bien del mal y estamos dispuestos a actuar en consecuencia.
Que se pudran en su decadencia.
Que se burlen desde sus torres de marfil que se derrumban.
Que se obsesionen con el Estado judío mientras sus propias estaciones de tren se han convertido en sitios de asesinato y violación.
Israel está de pie.
Porque aquí, en Oriente Medio, estamos resistiendo.
Estamos orgullosos. Orgullosos de nuestros soldados, de nuestros ciudadanos, de nuestros héroes.
Orgullosos de una civilización que aún conoce la diferencia entre el bien y el mal—y se atreve a ponerse de pie y luchar por ella.
No damos explicaciones. Luchamos por nosotros mismos.
Por la verdad. Por la victoria. Por Israel.
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